Tue, 17 Nov 2020 in Verbum et Lingua
Opacidades: narrativa latinoamericana escrita por mujeres en el siglo XXI
Resumen:
En este artículo se sostiene la pertinencia de trabajar la noción de “Literatura sin residencia fija” para analizar la literatura latinoamericana contemporánea. A partir de la obra de tres escritoras del subcontinente se establece un escenario global donde los tradicionales principios organizativos de las literaturas nacionales han dejado de funcionar. En específico se analizarán los cuentos de la argentina Samantha Schweblin, habitante de Berlín; la novela Manège de la franco-argentina Laura Alcoba, avecindada en París desde finales de los años setenta, y una crónica de la chilena Lina Meruane, residente de Nueva York. En los tres casos se trata de obras que configuran un universo y una escritura fluctuante, en movimiento e inestable.
Main Text
De lo nacional a lo friccional
En 1951 apareció publicada en Madrid la novela Jardín de la escritora cubana Dulce María Loynaz. En ese relato, escrito entre 1928 y 1935, Loynaz elabora un complejo mundo simbólico y lírico donde la protagonista principal, Bárbara, se encuentra encerrada en una típica casa criolla cubana y deambula por el jardín. En esos dos espacios -la casa y el jardín- la protagonista recrea universos complementarios: dentro lee cartas e interpreta fotos familiares; fuera pasea y reflexiona sobre la naturaleza del jardín. En este aparente relato intimista se configura, sin embargo, una constante relectura de la nación. La historia familiar -cifrada en las fotos y en las cartas amorosas- es parte de la historia de la isla; los parientes son los fundadores de la nación y de la genealogía patriótica.
El caso de la novela de Dulce María Loynaz (1951) es emblemático del tipo de narración que las mujeres latinoamericanas de la primera mitad del siglo pasado elaboraron. Bajo una escritura intimista y lírica se encontraba la tríada básica del gran relato de construcción de lo nacional: la configuración de un espacio propio (el jardín y la casa), la recreación de una memoria patriótica compartida (las fotos y las cartas) y la indagación sobre una identidad social e individual (la reflexión del sujeto femenino). En ese horizonte discursivo, en esa logósfera,1 pueden leerse las narraciones y la escritura en prosa, por ejemplo, de la venezolana Teresa De la Parra, de la chilena María Luisa Bombal, de la mexicana Rosario Castellanos, de la cubana Lydia Cabrera, de la argentina Silvina Ocampo, y muchas otras. Una sutil voz femenina hacía resonar el timbre de la nación (Rodríguez, 1994: 57-107; Rodríguez-Mangual, 2004: 99-199).
Algo distinto acontece con algunas narraciones escritas en la segunda década del siglo XXI. El relato teleológico, que buscaba crearse -mediante el lirismo- un espacio en el concierto del país, ya no juega un papel definitivo. Las actuales circunstancias globales de la literatura hispanoamericana ponen en crisis los principios básicos con los cuales se organizó el acervo literario del siglo XX. Antiguas ideas centrales como nación, lengua nacional y proyecto identitario resultan, en el mejor de los casos, insuficientes o conflictivas. Una interna fricción -lingüística, existencial y de movimiento- impulsa cada uno de esos motivos.2 La nación deja de configurar un espacio de refugio; la lengua nacional no es más una entidad monolítica sin conflictos; la identidad propone dilemas irresolubles. Todo ello escrito desde un lugar y un espacio inestables. La literatura pierde su residencia fija.3 Es el caso, en específico, de los cuentos de la argentina Samanta Schweblin, habitante de Berlín; de la novela Manège de la franco-argentina Laura Alcoba, y de las crónicas de la chilena Lina Meruane, residente de Nueva York. En los tres casos se trata de obras que configuran un universo y una escritura fluctuante, en movimiento, inestable y friccional. Tres aspectos quisiera desarrollar en el paisaje de esta narrativa: el hogar, la lengua y el nombre. Con cada uno de ellos se perfila el escenario de una literatura escrita por mujeres sin residencia fija.
La casa a la deriva
En mayo de 2015 apareció publicado, bajo el sello editorial “Páginas de espuma”, el libro de cuentos Siete casas vacías. El volumen había sido merecedor del premio internacional de narrativa breve Rivera del Duero. La autora del texto era la argentina Samanta Schweblin, nacida en Buenos Aires en 1978. Antes de esta publicación, la escritora había dado a conocer su volumen de cuentos Pájaros en la boca, premio Casa de las Américas 2008, y la novela Distancia de rescate de 2014. Schweblin vive en Berlín desde hace algunos años; ahí trabaja sus narraciones e imparte talleres de escritura. Un elemento fundamental en sus textos, según se desprende de sus relatos, es establecer una tensión narrativa. En el caso de Siete casas vacías la más importante es la pérdida de la noción del hogar como refugio. El elemento que une estos relatos es la imagen de una morada en el desastre, a punto del caos y en medio de la tormenta. Se trata de un espacio cruzado de tensiones psicológicas y sociales. La casa está llena de vacíos y de incertidumbres. La sensación de desasosiego, de desconcierto y de pérdida de lugar remite a un momento en el que la morada, como sinécdoque de la nación, ha perdido su sitio.4
Todos los personajes de cada uno de los siete cuentos habitan espacios donde reina el sinsentido y el agobio. En el primero de ellos, titulado “Nada de todo esto”, la narradora acompaña a su madre a dar paseos en auto. “¿Qué hacemos?”, pregunta la protagonista: “Miramos casas”, responde la madre (Schweblin, 2015: 16). La situación absurda (salir de paseo para observar las casas de los otros) poco a poco desquicia a los personajes y al lector. Madre e hija visitan barrios elegantes, bien construidos, con un orden y una pulcritud envidiables. Desde el auto, la madre observa la vida que se desarrolla en esas viviendas. Siempre se las ingenia, mediante mentiras y justificaciones disparatadas, para entrar en ellas. Ya dentro, observa los muebles, el decorado, los materiales y los colores de los objetos; decide si la ordenación de ese mundo es el correcto. Con frecuencia encuentra una anomalía en el orden de las cosas y, entonces, interviene: sitúa una azucarera en otro espacio o acomoda las almohadas de manera distinta. Mientras, los dueños de las casas desesperan, se enfurecen, no entienden la manía de esta mujer que ha entrado a su casa a observar, desear y desarticular su mundo. “Por favor, mamá, ¿qué carajos hacemos en las casa de los demás?” -pregunta la hija- “¿Querés uno de esos livings? ¿Eso querés? ¿El mármol de las mesadas? ¿La bendita azucarera? ¿Esos hijos inútiles? ¿Eso? ¿Qué mierda es lo que perdiste en esas casa?”. La respuesta de la madre, entre lacónica y sincera, fulmina al lector: “Nada de todo eso” (p. 25).
El antiguo espacio de la casa en la escritura femenina, como el lugar de la rememoración y de la inspiración lírica y sutil de los ancestros (como sucedía en Jardín de Dulce María Loynaz), se torna aquí en un sinsentido. La casa ya no puede ser el espacio seguro donde se sitúa el origen o el punto de partida para el restablecimiento de la genealogía de los predecesores. La casa ahora está vacía; la nación, también.
Por eso, en otro de los cuentos de Schweblin, el que lleva por título “Cuarenta centímetros cuadrados”, vemos a una joven mujer que ha vuelto de España a instalarse en Buenos Aires después de un fracaso en la península. Nunca supo por qué ella y su marido decidieron mudarse de ciudad; simplemente lo hicieron. Ahora han vuelto, con una deuda enorme y sin un departamento donde instalarse. La madre de su esposo les ofrece albergue temporal. La señora está, al igual que el hijo y la nuera, en crisis: vive en soledad, divorciada y sin el respeto de sus otros hijos. Poco a poco, ella se alejó de su entorno: perdió su hogar y su punto de referencia “la casa era grande, asegura la narradora, y había perdido el control sobre ella” (p. 99). Sin posibilidad de mantener un orden sobre su espacio, nuera y suegra son revés y envés de la misma situación: ambas han perdido su sitio. No hay espacio en el mapa de Buenos Aires que se les pueda asignar. Lo único que tienen son los 40 centímetros cuadrados que ocupa su cuerpo en el mundo.
No iba hacia ningún lugar. Dijo que estaba en cuarenta centímetros cuadrados, eso dijo. Tardé en entender. Es difícil pensar en mi suegra diciendo algo así, aunque eso es lo que dijo: que estaba sentada en cuarenta centímetros cuadrados, y que eso era todo lo que ocupaba su cuerpo en el mundo (p. 103).
El relato termina en una estación del metro, con la protagonista sin saber a dónde ir. Un mendigo se acerca y le muestra un mapa. Ella tarda en levantarse del asiento: “Si miro el mapa -el mendigo lo acerca ahora un poco más, por si eso ayuda-, descubriré que, en toda la ciudad, no hay ningún sitio que pueda señalarle”. El personaje ha perdido su residencia, su hogar.
El escenario desolador que viven estos personajes puede ser consecuencia de distintas razones históricas. No sería difícil pensar, para el caso de Argentina, en las constantes crisis económicas y en los procesos de migración; en el corralito y el desfalco global por las hipotecas de vivienda de 2008. Pero hay algo que lo particulariza: la disolución del espectro de lo nacional como justificación finalista. El hogar patrio, el espacio unitario que daría sentido al acontecer de los personajes, ha perdido su sitio. La casa, en tanto metáfora de la nación, ya no tienen un lugar.
La opacidad de la lengua
Algo similar acontece con la novela de Laura Alcoba Manèges. Une petite histoire argentine. Escrita originalmente en francés y publicada por Gallimard en 2007, esta obra -debida a una argentina, hija de perseguidos políticos durante los años setenta, que desde los 10 años vive en Francia- fue traducida al español apenas un año después de su aparición en París.5 La novela, mezcla de relato autobiográfico y ficción, cuenta la historia de una niña de 7 años cuyos padres están involucrados con el movimiento clandestino de los Montoneros. La historia se desarrolla en 1975 y abarca acontecimientos anteriores y posteriores al golpe militar. Los padres de la niña entran a la clandestinidad y mudan de una casa a otra. Entre los numerosos cambios de domicilio, la niña tiene que abandonar el colegio. El padre es encarcelado y la madre cambia de identidad. La niña no solo se desplaza con angustia de vivienda en vivienda; también cambia de nombre. Por fin, la madre logra ser ubicada en una casa de seguridad de los Montoneros. Le asignan un trabajo especial: se encargará de manejar la imprenta que edita el periódico clandestino Evita Montonera. Madre e hija se mudan entonces a una casa de las afueras de La Plata donde habita un matrimonio joven. David es un ejecutivo que trabaja en Buenos Aires; Diana, una joven esposa, ama de casa, con unos meses de embarazo. Se trata de una pareja que no despertaría ninguna sospecha. Nadie imaginaría que están vinculados con un movimiento clandestino. En la parte trasera de la casa, camuflada por un criadero de conejos, construyen un cuarto secreto donde la madre de la niña imprimirá la publicación. De vez en vez se reúnen ahí miembros de la organización para discutir las estrategias de la guerra. Cuando el sitio es identificado por los militares, la casa es destruida y los habitantes masacrados. Pocos días antes de que eso ocurra, la niña y la madre abandonan el lugar con rumbo a Francia.
Si bien el título en francés de la novela es ambiguo (Manèges refiere tanto al carrusel de una feria como a las estratagemas para lograr algo), la traducción al español contiene un cambio notable. En la edición argentina de Edhasa, la novela lleva el título de La casa de los conejos. Al contrario de las escrituras memorísticas del siglo XX y acorde, más bien, con un proceso de sanación terapéutico, este libro articula, según se asevera en las primeras páginas, un esfuerzo no por recordar Argentina, sino por olvidarla un poco. Se trata del olvido de un hecho traumático. Contar lo sucedido significa alejarse del dolor:
si je fais aujourd’hui cet effort de mémoire pour parler de l’Argentine des Montoneros, de la dictadura et de la terreur à hauteur d’enfant, ce n’est pas tant pour me souvenir que pour voir, après, si j’arrive à oublier un peu (Alcoba, 2007: 12).
Uno de los rasgos formales y lingüísticos de ese olvido es la decisión de la autora de escribir el relato en francés y no en español. La lengua “materna” aparece en esta novela como un sustrato que tensa y refracta el sentido. De hecho, el tema de la lengua de la escritura es una asunto central que no ha sido del todo destacado. La autora es consciente del papel fundamental que implica contar el trauma de la infancia (y de la “nación”) en otra lengua diferente a la materna. En varias entrevistas vuelve una y otra vez sobre este tópico:
Me construí en Argentina en el silencio y en el miedo a hablar y el hecho de que haya trabajado y formulado sobre eso desde otro idioma creo que fue liberador. Si bien trabajo constantemente entre los dos idiomas y la escritura en francés es algo importante, tengo conciencia de trabajar sobre algo que tiene esencialmente que ver con la memoria argentina desde otro idioma y desde otro lugar. Este idioma es esencial, es el que me permite abrir la ruta liberándome de una especie de pacto de silencio que está muy fuerte en La casa de los Conejos y que de cierto modo pesó sobre mí durante mucho tiempo (Alcoba, 2014).
En otra entrevista asegura:
El francés es mi lengua de escritura. Esto desde un punto de vista anecdótico. En el caso particular de Manèges, creo que escribir en francés sí me ofreció la distancia emocional que necesitaba para hacer algo con esas cosas que llevaba de manera tan dolorosa […] El francés puso distancia geográfica y temporal […]. La ficción me ayudó a hacer de esa vivencia dolorosa una historia y tratar de superarla o de vivir con ella mejor, de hacerla pasar progresivamente al olvido […]. El libro nació de la intención de olvidar (citada en Saban, 2010: 250-251).
El conflicto entre la lengua materna y la lengua literaria no solo se manifiesta en las numerosas frases que en la edición francesa aparecen escritas originalmente en español, sino en el ambiente lingüístico que detrás de la lengua de escritura perturba el relato. Una palabra en específico despierta la angustia de la narradora:
Quand je pense à ces mois que nous avons partagés avec Cacho et Diana, le premier terme que me vient à l’esprit est le mot: embute. Ce terme espagnol, si familier pour nous tous durant toute cette période, n’a toutefois pas d’existence linguistique reconnue […] ce terme tant de fois prononcé et entendu, indissociablement lié à ces morceaux d’enfance argentine […] je ne l’avait jamais rencontré dans un autre contexte (Alcoba, 2007: 47).
La narradora se sorprende al confirmar que una palabra, tan común en sus días de infancia y fundamental para entender su historia, desaparece de la logósfera. Intrigada, busca en todos los diccionarios; pregunta entre sus amigos hispanohablantes; consulta mediante correos electrónicos a la Real Academia de la Lengua. Nadie sabe el significado de la palabra “embute”. Su infancia está construida sobre un término del cual nadie puede dar testimonio. Derrotada por sus búsquedas infructuosas decide reconstruir el significado a partir de sus recuerdos. “Embute” era el término utilizado entre los Montoneros para designar un escondite camuflado. El cuarto donde se ubicaba la imprenta de Evita Montonera, y donde su madre pasaba los días trabajando detrás de una pared falsa y frente a decenas de jaulas de conejos, era un embute. Esa palabra es fundamental para la novela porque a partir de la construcción de ese espacio se organiza la trama y el desenlace de la historia. Un joven protagonista, al que solo conocemos por el nombre de “el Ingeniero”, diseña racionalmente el escondite y arma un dispositivo especial para que una puerta eléctrica se transforme en una pared falsa y esconda el embute detrás de los conejos. El mecanismo por el cual se abrirá la puerta falsa son dos cables de electricidad que quedan a la vista de todos como ocurre en las obras en construcción. Sin embargo, en este caso no será por negligencia sino para desorientar:
J’ai au cette idée en lisant une nouvelle d’Edgar Allan Poe: on ne cache jamais aussi bien que dans une excessive évidence. Excessively obvious. Si j’avais entièrement caché toute cette mécanisme, elle n’aurait sans doute pas été aussi bien défendue. Ces fils grossiers que j’ai voulu exhiber constituent le meilleur des camouflages. Ce côté negligé, cette manière d’exhiber en toute simplicité, tout ça est parfaitemente calculé et c’est précisemente ce qui nous protège (p. 56).
Al asegurar que la mejor defensa es exhibir abiertamente la evidencia, el ingeniero hace alusión al cuento “La carta robada” de Poe. Este guiño literario es fundamental pues develará el desenlace del relato. Una vez que los militares localizan La casa de los conejos y asesinan a todos sus habitantes, una pregunta queda pendiente: ¿quién traicionó al movimiento y delató el lugar donde se encontraba el embute? Al final del relato, la narradora encuentra la solución en el cuento de Poe: fue el Ingeniero; era tan evidente que nunca despertó sospechas. El constructor del embute fue el delator.
De esta manera, el embute, el espacio donde se imprime la revista subversiva y justifica la estancia de la niña y de la madre en esa casa, resulta central. Que la palabra no aparezca en algún diccionario resulta perturbador. La búsqueda lingüística de la narradora, no implica una simple indagación filológica, sino, ante todo, el intento por dar sentido a una lengua en relación con una situación histórica. ¿Era la lengua materna, el idioma patrio, acaso un engaño? ¿Era el embute tal vez un embuste? La palabra que recuerda la niña, como testimonio de un momento histórico y una situación existencial crucial, solo puede entenderse como una tensión, un vacío, un olvido, una fricción. El conflicto que plantea la inexistencia de una palabra en esta novela puede ser entendido en varias dimensiones. Una de ellas es simbólica. La idea de la lengua nacional, construida de forma recurrente en América Latina durante los siglos XIX y XX, se estableció como entidad unitaria y como principio que otorga sentido político y cultural a una comunidad imaginada.6 Los vacíos de la lengua materna, que alberga palabras que desaparecen en pocos años, pero que dieron sentido a una existencia en peligro, se vuelven ineludibles. El idioma, como testigo de un momento histórico, solo puede entenderse a partir, no de su unidad, sino de sus vacíos, de sus pérdidas, de sus fricciones. La lengua y la nación no son transparentes. La lengua materna, por lo tanto, es una opacidad.7 Si la casa -en el caso de Schweblin- ya no puede ser una sinécdoque de la nación; la lengua -en el caso de Alcoba- tampoco puede mostrarnos la transparencia de una unidad nacional.
El nombre incierto
A finales de 2013 apareció publicado en México, en la colección Dislocados del Consejo Nacional para la Cultura y las Artes (Conaculta), el libro de Lina Meruane Volverse Palestina. El texto es una compleja y sugerente crónica en la que la escritora chilena, afincada en Nueva York desde hace más de una década, relata las peripecias que pasó para realizar un viaje a Medio Oriente. Descendiente de una comunidad de palestinos emigrados a Chile a principios de siglo XX, Meruane emprende un viaje múltiple en busca de sus “orígenes”. El título mismo de la crónica sugiere una tensa ambigüedad: el término “Palestina”, con su inquietante “p” mayúscula, no solo implica un adjetivo, como gentilicio femenino, sino el sustantivo -es decir, la tierra misma-: Palestina. En ese sentido, la cronista -mediante el viaje y la escritura- se transforma, se vuelve ella misma en Palestina. El verbo inicial del texto sugiere, como en el famoso Cahier d’un retour au pays natal del martiniqués Aimé Césaire, una vuelta al universo de los progenitores. “Regresar -asegura la escritora-. Es el verbo que me asalta cada vez que pienso en la posibilidad de Palestina” (Meruane, 2013: 11).
El texto está dividido en tres secciones. En la primera parte relata la historia familiar: cuenta el viaje -en 1915- de la emigración de los abuelos; recrea los recuerdos de infancia en los almacenes de ropa y telas de los parientes; rememora los relatos amorosos de la familia; nombra los poblados que habitó su parentela en Chile y lamenta la lenta desaparición de todos esos vestigios. En un segundo momento, describe las circunstancias que, desde Nueva York, se conjugaron para realizar su viaje a Palestina. Cuenta sobre el intercambio de correos con un amigo escritor, asentado en ese territorio, que la anima a la visita; narra los diálogos con un taxista palestino que, en medio de un viaje al aeropuerto de Nueva York, le revela el destino de volver a su tierra; recuerda a un alumno en la universidad, también de origen palestino, que la incita a hacerlo. Todos ellos son los emisarios del viaje. Finalmente, en la tercera sección, Meruane narra las impresiones de su estancia en la tierra de sus ancestros: se instala en la casa de su amigo judío, casado con una musulmana y él mismo convertido al Islam; visita el pueblo originario de su abuelo: Beit Jalat; convive una tarde con unas tías que nunca han recibido visita de los parientes chilenos. Al final del relato, en un bar abierto a media noche en el barrio de Jaffa, en Tel Aviv, Meruane conversa con el amigo que la ha alojado:
No sé si he vuelto. No sé si nunca pueda. Ankar -el amigo- levanta la copa, me mira con ojos que arrullan, y como si tarareara él un versículo indescifrable pero propio, dice, muy despacio, no digas que no vuelves, Meraune, que sí vuelves. Vuelves pronto (p. 67).
El círculo del relato se cierra. Si la crónica había comenzado con un verbo en infinitivo, una acción sin sujeto: “regresar”, el final sugiere una personalización del viaje y un cambio fundamental en ese sujeto mediante un cariñoso imperativo: “que sí vuelves, Meruane. Vuelves pronto”.
A lo largo del relato las figuras de la casa y de la lengua juegan un papel importante. La narradora intenta visitar la casa del abuelo, en Chile, y la del bisabuelo, en Palestina, pero fracasa. Todas ellas resultan espacios inaccesibles. El antiguo hogar de los antepasados no puede ser visitado. En Nueva York y en Medio Oriente la lengua de comunicación con la familia se tensa: su tía pasa de un español, con sustrato árabe, a un inglés entrecortado y telegráfico. Ella misma siente la angustia de comunicarse de forma opaca. Pero el elemento central en la construcción de la crónica es el nombre de la cronista.
El relato comienza cuando la narradora intenta localizar a sus antepasados por su apellido. En una rápida búsqueda en una base de datos encuentra un artículo de una revista británica donde se menciona su nombre: el texto trata del Sahara en 1915. La protagonista lo lee con avidez, pero la única mención la decepciona. Meruane es el nombre de un lago salado situado en Argelia. Ella esperaba encontrar una genealogía y solo localiza fragmentos de la naturaleza. Las palabras de la cronista son reveladoras:
Me sumerjo de todos modos en la lectura y me enredo en datos de una topografía interrumpida y destrozada por la construcción de una vía ferroviaria. Se citan seis oasis argelinos y cauces de ríos deshidratados, trozos desolados de desierto. Líneas abajo aparece por fin la palabra. Meruane: otro lago salado y seco que no debe importar o ha sido olvidado. Fuera de este artículo ningún atlas virtual lo registra. Quizá no sea más que una coincidencia (p. 14).
La protagonista vive en la obsesión por encontrar el sentido de su apellido. Cuando llega al pueblo originario del abuelo, Beit Jala, interroga a una de sus tías; quiere saber si hay alguna conexión con el Sahara; si Meruane es tal vez una equivocación tipográfica de algún funcionario migratorio en Chile a principios de siglo. La respuesta de la tía la desconcierta.
Me interrumpe con ese castellano gastado de los ya lejanos años que pasó en Chile: Ustedes no son Meruane. Apuro el paso con el dolor de mis talones y le digo: ¿Cómo que no somos Meruane? No, dice sin agitarse. Ustedes son Saba […] Y lo que sigue es una explicación genealógica hecha en un castellano tan confuso como lo que no termina de contarme […]. Algo se revuelve en mi cabeza. Algo se viene abajo […]: si nosotros no somos Meruane, entonces, quién soy yo (p. 52).
La búsqueda de los orígenes y de la parentela; el intento por fijar un punto de partida, anterior a toda migración y nomadismo, termina en el fracaso. El nombre no define nada. El “origen” termina por ser un vacío. Todo este mundo, como aseguró Hugo de San Víctor, es un exilio. Este fracaso en la definición de una genealogía se contrapuntea con la paulatina identificación de la cronista con la historia palestina. En los diálogos que mantiene con Zima, la árabe musulmana casada con el amigo judío islamizado, la narradora reconoce una voz y una preocupación. Zima es una figura clave para reconocer, no una identidad, sino una condición histórica:
Importa no olvidar que la palestina es la comunidad de refugiados más grande del mundo -dice Zima-. Importa no porque la pasen mal, sino porque han sido desplazados por circunstancias históricas. Lo que importa es no perder la posibilidad del regreso. Que quisieras quedarte, por ejemplo […]. Me imagino diciendo las mismas palabras si me hubiera tocado nacer en esta esquina violentada del mundo. Porque mi vida pudo ser esta. Con o sin pañuelo. Con o sin hijos. Con o sin tierra o armas (pp. 59-60).
El proceso de identificación de Lina Meruane, cronista, con Palestina no proviene de una pertenencia genealógica o territorial, sino de la situación incierta de un sujeto en una encrucijada histórica específica. Su familia, del otro lado del mundo, no es un linaje, sino un vacío de años, de mar y de pobreza. Esa es la única genealogía posible: la del traslado, la del movimiento.
La patria filológica
En 1952, hace 65 años, en su famoso ensayo “Philologie der Weltliteratur”, el romanista alemán Erich Auerbach, señalaba, con un cierto dejo de nostalgia y esperanza, que la nueva era, la posterior a la Segunda Guerra Mundial, que para el caso específico del autor de Mimesis significó la pérdida del hogar, el exilio y el traslado de lenguas, planteaba problemáticas diversas; de entre ellas, quizá la más significativa, era la consolidación de una conciencia planetaria. La época de los nacionalismos cerrados, del aldeano orgulloso, como lo llamó Martí, no podía seguir siendo el punto de referencia. Las literaturas, en un mundo cada vez más comunicado e interconectado, desbordaban los archivos clásicos de las diferentes tradiciones nacionales. Ante ese reto, la filología debía ir más allá de la nación. A la literatura mundial correspondía una filología de las literaturas del mundo. Una conciencia planetaria era lo que el romanista demandaba a la disciplina filológica:
Jedenfalls aber ist unsere philologische Heimat die Erde; die Nation kann es nicht mehr sein. Gewiss ist noch immer das Kostbare und Unentbehrlichste, was der Philologe ererbt, Sprache und Bildung seiner Nation; doch erst in der Trennung, in der Überwindung wird es wirksam. Wir müssen, unter veränderten Umständen, zurückkehren zu dem, was die vornationale mittelalterliche Bildung schon besass: zu der Erkenntnis, dass der Geist nicht national ist (Auerbach, 1967: 310).
Para el caso de la literatura latinoamericana, escrita a inicios del siglo XXI, las nociones básicas que propiciaron la construcción de una tradición nacional se tambalean. La nación, como unidad de sentido; la lengua, como espacio de transparencia compartida; la identidad, como elemento central de los relatos y las crónicas, han dejado de jugar un papel unívoco en las elaboraciones ficcionales de la literatura contemporánea. Nuevas fricciones se presentan. En específico, las obras de las tres autoras tratadas en las páginas anteriores (ya sea en cuento, novela o crónica) muestran figuras de inestabilidad. En ellas predominan las casas y los espacios a la deriva, las lenguas opacas y sin transparencia, los nombres inciertos y carentes de origen. Las concepciones monolíticas y fijas, que pretendían adjudicar un sentido claro y definido a las ideas de nación, lengua nacional e identidad nacional, se desvanecen. De esta manera, las formas y las figuras literarias presentes en estas obras nos representan un mundo que, más allá del jardín cerrado de la nación, nos interpela con una lógica de la relacionalidad. Preciada y fundamental durante la primera parte del siglo XX, la idea de nación -y de literatura nacional- ya no puede ser nuestra patria filológica.
Resumen:
Main Text
De lo nacional a lo friccional
La casa a la deriva
La opacidad de la lengua
El nombre incierto
La patria filológica